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Papeles del Psicólogo es una revista científico-profesional, cuyo objetivo es publicar revisiones, meta-análisis, soluciones, descubrimientos, guías, experiencias y métodos de utilidad para abordar problemas y cuestiones que surgen en la práctica profesional de cualquier área de la Psicología. Se ofrece también como foro para contrastar opiniones y fomentar el debate sobre enfoques o cuestiones que suscitan controversia.

PAPELES DEL PSICÓLOGO
  • Director: Serafín Lemos Giráldez
  • Última difusión: Enero 2024
  • Periodicidad: Enero - Mayo - Septiembre
  • ISSN: 0214 - 7823
  • ISSN Electrónico: 1886-1415
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Papeles del Psicólogo, 1988. Vol. (35).




AL ATARDECER, MIRANDO AL FUTURO

JESUSA PERTEJO

Siempre me he preciado de haber sido buena amiga de Eugenia Romano. Teníamos mucho en común: psiquiatras las dos, formadas junto a "amos" diferentes, pero igualmente "duros de pelar", a los que profesionalmente servíamos con toda honestidad; psicoterapeutas autodidactas con un buen balance de enfermos curados; afanosas siempre de trabajar en el campo de la psicología habiéndonos especializado en las técnicas proyectivas, especialmente del test de Rorschach y el de Machover. También teníamos ambas una fuerte vocación por la enseñanza.

Cuando la psicología clínica no existía

Voy a glosar su figura gustosamente -accediendo a la petición que me hace la revista "Psicólogos" del Colegio Oficial de Psicólogos.

Cuando allá por el comienzo de la década de los setenta, la Sociedad Española de Psicología (SEP) nos encargó llevar su Sección de Psicología Clínica, ambas, habíamos sido al mismo tiempo Vocales de la Junta Directiva que presidía entonces el Profesor Yela. Porfiamos mucho por incorporar al equipo a la doctora Monasterio, pero a pesar de nuestra insistencia, acabó por no aceptar. Viendo juntas a Eugenia y Fernanda me decía yo: "Qué buenos vasallos si tuviesen buen Señor", y al decir Señor me refería preferentemente a no haber estado entonces a expensas de una administración raquítica y descuidada, que menospreciaba estos valores que hubieran ido creando un foco coherente y fecundo de psicología clínica que en aquel entonces prácticamente era inexistente. Yo misma, hubiese aprendido mucho de ellas y disfrutando siendo su amanuense.

Una de las actividades encomendadas a la Sección de Psicología clínica de la S.E.P. era la de organizar una sesión científica mensual. Abordamos la tarea confiadas en crear un habitat propio para jóvenes psicólogos en formación, los que se iniciaban en trabajar en esta especialidad y como punto de encuentro para los que ya trabajábamos con experiencia en ella. (Por entonces, la Sección de Pedagogía de la S.E.P. presidida por el Profesor García Yagüe trabajaba muy bien dentro de su campo).

Actuando Eugenia de presidente y yo de secretaria, allá íbamos puntuales los terceros viernes de mes, día que se nos había asignado, procurando llevar prestigiosos conferenciantes nacionales o extranjeros que repescábamos a su paso por Madrid; adaptándonos a proponer temas y oradores que conviniesen a la audiencia que acudía a las sesiones; dando a esta audiencia la oportunidad de ser ellos mismos los que eligiesen los temas, de acuerdo a las necesidades que tuviesen e incluso haciéndoles participar directamente a ellos; siempre dentro de la psicología clínica.

Pero todo esfuerzo nuestro acabó siendo baldío y aquello fue decayendo. Carecíamos de los mínimos presupuestos par pagar a conferenciantes, teniendo que ser nosotras las que de nuestro pecunio corriésemos con los gastos de traslados, obsequios, cenas. Así las cosas, los asistentes fueron decantándose en determinados especimenes: el que acudía, cual mariposón, con ánimo curioso e interesado para ver lo que se cocía allí y que de pronto no volvía pues no encontraba las recetas facilonas con las que luego él quería trabajar; el que nos utilizaba de plataforma reivindicativa para expresar desabridamente sus quejas contra la mala formación teórico-práctica recibida y denunciar la imposibilidad de ser acogido en centros hospitalarios para hacer prácticas, así como las pocas perspectivas de puestos de trabajo que había, y que un vez evacuadas sus múltiples quejas personales no volvía; o nos venían a acusar de manejar técnicas de exploración subjetivas -que ellos por supuesto no conocían- a las que negaban toda confianza; también había quienes llevaban casos a controlar, aceptando muy mal nuestras señalizaciones, hacia cómo habían tomado la prueba o interpretación hecha, por lo que desconociendo lo que es una supervisión, muy dignos y enfadados no volvían; por último, y ésta era la mayoría, quienes deseaban ir de buen grado, las sesiones las consideraban muy útiles y formativas, pero a los que los desplazamientos en una ciudad monstruosa como es Madrid respecto al tráfico y acosados por obligaciones familiares y profesionales tras una jornada de estudio y trabajo se les hacía imposible trasladarse a las ocho de la noche a la sede de Isaac Peral.

Serenidad ante la desidia

Por si esto fuese poco, había veces que el aula que teníamos asignada para nuestras sesiones, estaba ocupada por un conferenciante ajeno a nuestra actividad y entonces teníamos que andar de acá para allá buscando un lugar en donde meternos. La verdad, dicho sea de paso, es que la audiencia de los terceros viernes de mes, pasó a ser preferentemente la de los alumnos que tenía María Eugenia en la Escuela de Psicología (los de horario nocturno) y algunos que yo podía convencer de los últimos cursos de la Universidad Autónoma, aún a sabiendas de que a muchos le movía el interés de "retratarse" para el aprobado de final de curso.

Analizando esta situación, tan repetitiva en otros ámbitos, en aquella época podía ponerse claramente de manifiesto la desidia administrativa, la indiferencia y forma de desaprovechar los valores que teníamos al alcance como era la presencia en nuestro país de la profesora de psicología en Argentina, Fernando Monasterio, catedrático con amplia formación humanística, médica y psicológica, cuyo sueldo que le pagaba el Instituto de Psicología Aplicada más vale omitir, por tener allí montado un Gabinete de Psicología Clínica con un formidable equipo de colaboradoras. En este análisis destacaba también la grave obstrucción que sistemáticamente solía hacer preferentemente psiquiatras y médicos al progreso de la psicología clínica, sin que se vislumbrase en ellos ningún atisbo de ser favorables a la creación de equipos multiprofesionales, como los que funcionaban ya en otros países. También influía en ello la mala prensa que tenía el abordaje del estudio de la afectividad del paciente con técnicas proyectivas, que indudablemente se nutrían de escuelas de orientación dinámica y/o psicoanalítica.

Pero si traigo todo esto aquí a colación, es para mostrar una de las facetas para mí más asombrosas y admirables de Eugenia Romano, quien ante tal situación era capaz, con la mayor serenidad y cordura, de aceptarlo, de justificarlo en parte; su facundia organizadora planeaba continuas nuevas soluciones para lograr los objetivos propuestos. Aceptaba ser depositaria de los que venían sobre sus quejas de la psicología, nuestra respuesta silenciosa les hacía bien, pues así se oían mejor ellos en los que tenían la razón o no. Nunca aludía al espaldarazo administrativo. Su ánimo no decaía, y la querulancia, tan habitual en mí, no aparecía en ella. En el fondo, con su actitud conciliadora frenaba más las resistencias que las provocaba o reforzaba. Actuaba de excelentes elemento amortiguador de tensiones. Nunca supe de dónde sacaba aquel temple.

Cuando, preceptivamente, acabó nuestro mandato en la sección, sentimos piedad por las que nos sucedían, que tampoco lo tuvieron nada fácil.

El otro encuentro mío con Eugenia, tuvo lugar pocos meses antes de morir ella, a raíz de una llamada telefónica que me hizo, para preguntarme cómo me iba con mi jubilación de la Universidad. Le contesté que uno de los júbilos que me deparaba era el tener tiempo para, ahora, visitar a los buenos amigos, a más de haberme librado de tener que repetir hasta cinco veces en el día una misma lección a los alumnos. Decidimos vernos aquella misma tarde, en su casa de la calle Lagasca.

Mirando hacia atrás

Nuestra conversación duró varias horas y el tema preferente de ella fue la psicología. Comenzamos por comentar las posibilidades y limitaciones de la evaluación psicológica, advirtiendo que había unos recovecos y fondos de saco en los tests proyectivos, llenos de contenidos significativos que aún quedan por conocer y en los que la psicología oficial no parece interesarse. Juntas, mirando hacia el atrás de la psicología -"sin ira"- sentíamos cariño y ternura como quien mira a una criatura pequeña a quien se justifica el lento paso con que se va haciendo camino. Hicimos revisión de los grandes momentos perdidos, sobre los "popes" obstructores, las sistemáticas y perennes resistencias y peleas así como el tiempo que se pierde y esterilidad que supone el radicalismo de escuelas diferentes que se obstinan en ignorarse y valorar los logros y conocimientos a que llegan cada una de ellas y que son una aportación útil al ejercicio profesional.

Hablando, hablando, fue llegando el atardecer, esa hora que invita a cerrar las contraventanas, a encender la lámpara y donde el encuentro se hace más cálido e íntimo. Por un momento, para no dejar de hablarnos, nos trasladamos a la cocina a preparar el té, que luego degustaríamos, volviendo al salón de nuevo, donde lo sirvió con toda minuciosidad y buen gusto. Fue entonces, cuando abordamos, como colofón, el hablar de los jóvenes valores que atisbabámos en el panorama universitario, del futuro de la psicología, confrontando ambas que a través de ellos y con una mejor administración bien podíamos tener confianza en el porvenir que espera a la psicología.

Luego, tras el refrigerio, hablamos de nuestros hijos y nietos, de su porvenir. Me narraba los viajes de su hija Isabel con el mismo entusiasmo y detalle, como si los hubiese hecho ella misma.

Llegó la hora de despedirnos; ya en el portal, saliendo a la calle, reparé que no habíamos hablado nada sobre su enfermedad de la que yo tenía muy poca información. Recordé entonces, que al llegar me había dicho "estoy poco bien ¿sabes?" en lo que yo reparaba que llevaba peluca, sintiendo una dolorosa punzada por todo lo que esto podría suponer.

Luego mezclándome en el tumulto de la gente que transita por las calles del barrio de Salamanca reparé que de nuevo Eugenia había sido generosa como siempre. No había ocupado el tiempo de nuestra visita en hacerme depositaria de sus temores personales y prefirió olvidarse de su presente para evocar tantas cosas vividas juntas, para revisar los temas que siempre nos inquietaron y para acabar confiando en los jóvenes valores de la psicología de hoy. De pronto al pasar ante la floristería donde unas horas antes había comprado un ramo para ella me arrepentí de haberlo hecho, pues ella al tomarlo y alabarlas me miró de una forma penetrante, que ahora interpretaba yo como presintiendo que pronto sería llegado el día que otros le llevasen flores que ella no vería.

Tras el verano, me enteré de su muerte y escribí a Isabel. La fecha coincidía con la de la muerte de mi marido hace dieciocho años. Isabel y yo tenemos ahora cosas en común, me une a ella un secreto querer que supongo recíproco. Por eso un día la convertí en el personaje de uno de los cuentos que he escrito y al que tengo mucho apego. En él se llama Carol y a su través pude aceptar que Eugenia me ganase la única plaza de un concurso-oposición a la que optábamos sólo ella y yo. Isabel, convertida en Carol restañó las heridas de aquel evento y me hizo recuperar la serenidad para aceptar la derrota justa y volver a admirar/envidiar a Eugenia en tantas cosas como eran su facilidad de palabra en las exposiciones, su talante ecuánime y falta de paranoidismo, la especial amplitud y penetración en su capacidad de juicio, los vastos conocimientos que tenía, su prodigiosa memoria...

Eugenia nos ofreció un modelo de tolerancia, de saber hacer, de hacer posible el seguir la continuidad, lleno de esfuerzo y sacrificio dentro del campo de la enseñanza de la psicología. Reconozcámoslo e intentemos seguirlo. Es el mejor homenaje que podemos hacer por ella, que bien se mereció.

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